Gafas

Estaba una noche en la plaza de Garcinarro, ya tarde, disfrutando de las fiestas patronales, con la orquesta calentita tocando canciones de Barricada y yo calentito con dos o tres o cuatrocientas copas de más, cuando Luisito decidió subírseme a caballito. Así, sin ceremonia previa ni baile de cortejo ni nada. No es que sea muy grande Luisito pero en el juego de tamaños yo siempre soy el más pequeño. Y las leyes de la física hicieron lo que se suponía que tenían que hacer: Luisito modificó mi inercia, que era la de quedarme quietecito aguantando la borrachera; y la gravedad se sumó a mi equilibrio precario para lanzarnos al suelo: a él encima de mí, o a mí debajo de él, depende del punto de vista.

Cuando ocurre algo así el punto de vista es importante, qué duda cabe. Los afectados caen a plomo generando una onda expansiva que en realidad no es otra cosa que el intento de los demás de esquivarlos, no sea que acaben también con los morros sobre las baldosas, que además las de la plaza de Garcinarro son traicioneras y picudas, que algunas están levantadas por las raíces de los árboles que circundan la susodicha plaza. La onda expansiva siempre se mantiene unos pocos segundos de más porque la perspectiva de la hostia siempre es mejor cuando te alejas un par de metros. Lo siguiente es alguna cara asustada, una mayoría de expresiones de burla, dos o tres manos sueltas que acuden a levantarte y unas cuantas más que te inflan a collejas, que sumadas a la hostia, intensifican tu cara de gilipollas cuando recuperas la verticalidad. Las cosillas de los pueblos, ya sabéis.

El caso es que de golpe y porrazo, o por el golpe y el porrazo, no lo sé muy bien, acabé fuera de la plaza, con un dolor intenso en la mano izquierda y el brazo como en cabestrillo; y con la necesidad -que es distinto que las ganas- de vomitar. Debí de salir por la puerta que daba al horno porque iba tieso hacia la carnicería de la Amelia pero no me acuerdo muy bien.

En estas estaba cuando apareció el Miguel, que me venía siguiendo desde la plaza, y a la altura de la telefónica decidió esprintar porque no debía de caminar yo muy telendo. De la telefónica anca la Amelia hay 20 metros, 25 si apuramos mucho, tampoco nos emocionemos, pero a esas alturas de la noche cualquier esfuerzo físico es digno de reseñar. Yo, que ya arrastraba la mala experiencia de un amigo subido a mi espalda, reaccioné como si fuera a subírseme otro, así que me giré y solté un puñetazo preventivo. Que en realidad fue porque me asusté, que ahí todavía no sabía que era el Miguel, esto lo supe cuando le vi, claro. El puño no quedó ni cerca de su cara pero se asustó más que yo; o flipó, no lo sé, porque debió ser bonito verme lanzando el puño al aire nocturno.

En fin, que nos reímos un rato y me preguntó que a dónde iba: a potar, dije, que a esas alturas de la vida y entre colegas poco había que disimular. Pues te acompaño, me contestó. Y fijaos que pensaba que no iba a acompañarme sino a hacerme compañía, que tampoco es lo mismo; y vomitar es una cosa muy desagradable: siempre viene bien que alguien te separe las piernas o te sujete la frente. Pero no, el cabrón me acompañó porque también quería vomitar, aquí que cada palo aguante su pota. La cosa es que avistamos un cubo de basura -ni contenedor era- y allá que fuimos, con tan mala suerte que acabamos enfrente de casa del Kung-Fu.

El Kung-Fu es uno del pueblo, padre de una amiga nuestra, no os lo perdáis, que se ganó el apodo en un partido de fútbol, cuando apareció de las sombras para enchufarle una patada a un rival a no menos de metro sesenta de altura, ayudándose para ello de los hombros de sendos compañeros de equipo, que participaron de una agresión sin percatarse siquiera y que se escuchó en Mazarulleque y un poco en Huete también. Se puso un poquito nervioso, no vamos a engañar ahora a nadie. Menuda hostia, lo ha matao y ese no vuelve a caminar fueron algunas de las expresiones que se escucharon instantes después de la patada en la grada de las Escuelas.

Total, que nos apoyamos los dos en el cubo y así, en paralelo, procedimos. Potar es desagradable, sí, y muy angustioso también, que yo ahora me río pero una patada de Kung-Fu de las de coger carrerilla no tenía nada que envidiar a las punzadas que estaba sintiendo en mi pecho -y supongo que Miguel también-. Y ojo, que la patada espaldera de Kung-Fu no estaba descartada aún, que eso venía a sumar a la angustia, potando como estábamos casi a la puerta de su casa. No apareció -estaría tomando copas por ahí, como el ochenta por ciento del pueblo- pero por si acaso nos dimos brío.

Lo mejor fue acabar, claro, estas cosas mejoran infinitamente cuando acabas. Y fue cuando nuestras miradas se cruzaron y en un alarde de amistad aderezado con un toque folletinesco, me dijo: vaya sitio romántico al que me has traído. Y me lo quedé mirando y no me reí. No me reí porque en ese momento me percaté de que llevaba puestas unas gafas sin cristales. Y esa visión me causó estupor, no porque sintiera lástima por haberlos perdido… es que Miguel no usaba gafas.

Poco más recuerdo de aquella noche y eso que entre el golpe y el vómito se me pasó la borrachera. Volvimos a la plaza, hicimos un poco el imbécil en la peña y nos marchamos a casa, supongo. Sí recuerdo calentarme un vaso de leche, que en esa época hacía con bastante asiduidad y hoy me genera bastante asco, lo que es la vida; y envolver la mano izquierda en un trapo con hielo para bajar la hinchazón, que aquello empezaba a parecerse a una bota de vino. Y así, con una mano fría y otra caliente, no podía dejar de pensar en qué coño hacía Miguel con unas gafas sin cristales. Quiero pensar que eran mágicas o que le hacían ver el mundo de otro color. Eso sí, de vomitar no le libraron…

La imagen destacada que puede verse en la página de inicio corresponde a la tradición de los danzantes de Garcinarro, baile popular que se lleva a cabo durante las fiestas patronales en honor a la Virgen del Sagrario, algo mucho más reseñable que la historia aquí relatada. Foto de Laura Odene.

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